Terapeuta María Ángela González
Existen algunas ideas extrañas acerca de la felicidad. Por ejemplo las que le atribuyen una naturaleza huidiza y el comportamiento de una presa de caza. Quien concibe así la felicidad suele verse en la obligación de “atraparla” emprendiendo agotadoras persecuciones. El éxito dependería en algo de la suerte y en mucho de la inteligencia y la pericia de cada persona. Y aunque le fuera en verdad posible hacerse con algo de felicidad de esta manera, aún quedaría por resolver la espinosa cuestión de cómo retenerla.
También es frecuente la noción de que la felicidad se manifiesta a lo largo de la vida siempre de una misma y única manera, acompañada por ejemplo de algún grado especial de excitación emocional o de sensaciones físicas tales como sentir mariposas en el estómago.
Mirar la felicidad a través del lente de este tipo de nociones, no sólo producen la urgencia apremiante de obtener para sí mismo —en competencia con otros— una buena tajada de felicidad en el coto de caza. También genera la ilusión de que los períodos de ausencia de felicidad son defectuosos, imperfectos e indeseables y se levanta una fuerza interna que los resiste y los niega. Que los rechaza tanto por la incomodidad o el dolor que puedan traer consigo, como por ser interpretados como evidencia de la propia ineptitud, como un signo de fracaso.
En cierto sentido, estas ideas se refuerzan y convalidan en la experiencia de esa porción de felicidad que en verdad se asocia al logro personal. A los frutos inesperados de nuestro esfuerzo y dedicación. Al éxito de nuestros seres queridos. Al bienestar de los grupos o comunidades a los que estamos ligados por amor y destino. A las metas finalmente alcanzadas, e incluso al desempeño de la actividad sencilla y cotidiana de nuestras tareas y labores más comunes.
Pero la felicidad también tiene otra variedad de matices, quizás se trate de los más profundos y fundamentales para nosotros, los que incluyen la plenitud, la paz interna, la armonía, el equilibrio y todo aquello que nos permite fluir en libertad, en concordancia con las fuerzas creativas de la vida. La capacidad para experimentar y contener la felicidad se nos otorgó con la vida misma. No está en nuestra voluntad o poder rechazar o atraer esta capacidad hacia nosotros. No tenemos que apuntarnos a ninguna escuela para obtener esta particular capacidad. Nos ha sido dada. Y sin embargo, tomar la felicidad y la plenitud cuando vienen y despedirnos de ellas cuando se van es desde la visión de Bert Hellinger un logro del alma. Y como la mayoría de los logros vinculados directamente al alma, éste requiere de sabiduría y de valor. Valor para dejar atrás aquello que en nosotros se opone a la plenitud. Y sabiduría para desechar las nociones que nos hacen difícil o impiden la exploración real y directa de la naturaleza de la felicidad.
La naturaleza de la felicidad es acompañarnos y dejarnos una y otra vez. Con su permanencia nos cobija, nos deleita, nos enseña, nos expande, nos da descanso. Con su partida nos impulsa poderosamente a regiones nuevas. Nos transforma nos prepara para una nueva inclusión. En cierto sentido y en algunos de sus aspectos fundamentales, la felicidad está encadenada a nuestra necesidad y crecimiento. Así, dice Bert Hellinger, mientras nos desarrollábamos en el vientre de nuestra madre conocimos una felicidad y una plenitud que al cabo de un tiempo desapareció en concordancia con nuestro próximo nacimiento. Luego, si todo fue bien, fuimos atendidos por brazos amorosos y en ellos nos sentimos felices hasta que dejamos de serlo porque necesitamos explorar en independencia, alejarnos. Cada etapa de nuestra vida tiene su propia plenitud, y en ella la felicidad tiene una presencia particular. En realidad nuestra experiencia contradice la noción de que la felicidad es “siempre” de una misma o única manera.
Tras reconocernos, junto con todos, igualmente aptos para la experiencia de la felicidad y ver que la felicidad es una especie de huésped que va y viene de toda vida, podemos indagar si dentro de nosotros trabajan algunas fuerzas en oposición a ella y a la plenitud, a nuestro crecimiento, a la armonía y la paz. Los pensamientos repetitivos y las frases dañinas que actúan secretamente en nosotros, generadas quizá a partir de experiencias de nuestro pasado o del pasado del alma de nuestras familias, suelen ser el origen de las dificultades en el camino hacia la plenitud. Incluso nos pueden hacer vivir la felicidad como algo tan amenazante o peligroso como si con ella atentáramos contra un tabú. Pero aún en las situaciones de mayor conflicto interno, el impulso por sanar y crecer no nos abandona, está vivo y presente. Podría decirse que la felicidad es fiel y paciente. Nos aguarda a la vuelta de cada dificultad y nos asiste veladamente en medio del conflicto.
Desde la visión Sistémica y Transgeneracional decir “sí” a la necesidad de sanar aquello que nos impida crecer, aquello que nos haga sentir indignos o culpables ante la posibilidad de ser felices, aquello que nos aleja de la plenitud de la vida manteniéndonos entre límites estrechos, es atender al golpeteo de la felicidad sobre la puerta de nuestro corazón.