Terapeuta María Ángela González
No somos en aislamiento, somos en
conexión con otros y con todo. Sin embargo, sólo a través de una visión amplia
e integradora de la vida podremos descubrir en sus asombrosas expresiones y movimientos
la actividad de una sola fuerza creativa fundamental que a la vez sostiene,
nutre e interconecta cada detalle y cada ser de manera especial. Llegamos a la
vida participando de una intrincada red de relaciones y vínculos que nos
proveen lo que es imprescindible para vivir y desarrollarnos. Estos lazos
actúan y se verifican en varias dimensiones simultáneamente. Algunas de ellas
son evidentes y claras para nosotros, las reconocemos a simple vista. Sin
embargo no ocurre lo mismo con las dimensiones más sutiles. Son elusivas. Y
sólo las percibimos a través de sus efectos. De manera similar a como nos damos
cuenta de la presencia y acción del viento a través de la agitación en las
ramas de los árboles.
Aún sirviéndonos de la contemplación
más sencilla de nuestro cuerpo podemos diferenciar algunos niveles en los
signos que imprimen en él nuestros vínculos fundamentales. Lo más evidente son
desde luego los rasgos físicos. Oímos decir por ejemplo que tenemos los ojos de
papá, el cabello de mamá o el mentón de una abuela. Y tal vez también haya algo
en la manera de mirar, en los gestos o en la cadencia de nuestro andar que es
una característica común dentro de nuestro sistema familiar. Posiblemente
hayamos descubierto además que algunas cosas que tienen que ver con el cuerpo
se han repetido en la familia desde la época de los tatarabuelos. Quizás lo que
trae el vínculo sólo sea detectable a través de sus efectos y veamos que en el
sistema familiar son frecuentes los accidentes, o las adicciones, o los suicidios,
o que varios miembros de cada generación mueren jóvenes, o que las mujeres
tienen una mayor o menor facilidad para procrear.
La percepción ordinaria es burlada
fácilmente cuando los movimientos ocurren en ámbitos mayores al relativo al
espacio y el tiempo. Esta actividad podría o no estar en resonancia con
sucesos, sentimientos o destinos de personas de la familia que conocemos.
También es probable que resuene con personas y vidas muy anteriores a nuestra
aparición en el mundo. Incluso algo en nosotros podría orientarse hacia un
suceso vivido por un ancestro de quien no conociéramos ni el nombre y, a causa
de esto, estaríamos experimentando por ejemplo dificultad para dar la
bienvenida a la felicidad, o bien nos sentiríamos agobiados por un sentimiento
persistente y amargo que no se corresponde con lo que nos ocurre en el momento
presente.
Es en el alma donde estos
movimientos profundos y poderosos ocurren. De alguna manera se nos hace claro
que todo lo que somos como persona está contenido en ese territorio inmenso que
llamamos alma. Tenemos esta certeza a pesar de que nuestra comprensión no
alcance a precisar el potencial completo de lo que somos. Aunque no podamos
abarcar todos los procesos del alma ni seamos capaces de aprehender esas
dimensiones de lo que somos que van más allá del tiempo y el espacio.
En la rica y misteriosa extensión
del alma se inscribe nuestra experiencia vital única e irrepetible a la vez que
confluyen y actúan en ella fuerzas que circulan a través de los vínculos. La
actividad de estas fuerzas no es más que la actividad del amor en el alma. Es
el amor lo que fluye por los vínculos que nos enlazan a la vida y a la muerte.
El amor modela paisajes en el alma. Sin embargo, tiene infinitas cualidades. Y
ciertamente hay un amor que no sólo puede enfermarnos sino dirigirnos hacia la
muerte sin siquiera parpadear. Se trata del amor poderoso de los más pequeños.
La renuncia a los deseos y los anhelos de este amor es a la vez una renuncia al
pensar mágico. Una renuncia a la arrogancia e ingenuidad que supone que tiene
la posibilidad de enmendar los destinos, de compensar injusticias, de salvar a
los que ya han muerto, de saldar las cuentas de los abuelos, de arreglar lo que
causa dolor y hacer desaparecer con el silencio lo que provoca miedo. Este amor
infantil enceguecido brota en el alma y necesita abrir los ojos para abrazar la
vida. Este amor, para ser desengañado y recuperar la vista, tiene primero que
pronunciar sus metas. Tiene que desnudarlas a la luz de la aceptación de lo que
es tal como es.
Nada nos da el derecho a juzgar el
amor que impulsó a una criatura a enfermar o a sacrificarse para retener a
alguno de sus padres en la vida o para ayudarles con una carga pesada de
llevar. Sin embargo, nos resultará sin duda muy útil saber que ese torrente amoroso, al abrir sus ojos,
no se pierde. Más bien se hace en nosotros más y más profundo según la visión
se clarifica y se extiende. En este sentido, Bert Hellinger afirma que la
felicidad es un logro del alma.
A través de las Constelaciones
Familiares podemos recibir impulsos de crecimiento. Impulsos de reconciliación
para aquellas fuerzas que en nuestra alma se oponen o combaten. Impulsos para
dirigirnos hacia lo que es mayor. Para reintegrar lo que está perdido, lo que
se olvidó o fue negado. Luego el crecimiento continúa su movimiento por sí
mismo buscando la plenitud de cada edad. Así el alma sana y, de pronto, lo que
fue abrumador o terriblemente sobrecogedor se abre inesperadamente y da su
mejor fruto. Nos descubrimos en libertad, asintiendo a nuestro destino. Nos
descubrimos participando de un alma grande y según viajemos en ella se nos
presentarán nuevos y más delicados y bellos continentes para el amor.
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