Por la Terapeuta María Ángela González Oliveira
En un sentido profundo la vivencia espiritual de cada persona es única e irrepetible. No podría ser de otro modo, ya que toda enseñanza espiritual fundamental tiene su arraigo, su verificación, en las particularidades de la propia vida. La enseñanza despliega su sabiduría si le permitimos fluir en medio de los desafíos, las victorias y las dificultades que enfrentamos en la experiencia del amor y el dolor. Nos servimos de ella para reconocer las heridas y el anhelo de plenitud y felicidad. Para atravesar las tragedias y explorar las habilidades y los dones. Para ir, junto con los demás seres humanos, a través de los traumas, los logros, los duelos, la salud y la enfermedad, pudiendo recoger la fuerza que trae consigo cada experiencia. La enseñanza tiene que expresar su verdad en aquello que constituye el propio destino y el destino que compartimos con quienes estamos vinculados. Tiene que iluminar la profundidad de la experiencia.
Mirando sin prejuicio ni miedo hacia las tradiciones sagradas, hacia sus cuerpos de sabiduría primordial, se hace evidente que cada uno de ellos produce una poderosa corriente que se arraiga y viaja de los corazones de una generación a la siguiente. A través de millones de esos corazones una gran cantidad de sanación, libertad, inclusión, luz, compasión indiscriminada y bondad se abren paso hacia el mundo. Pero también ocurre que la interpretación limitada, convencional o egocéntrica de esa misma enseñanza religiosa puede generar aquello que es incluso opuesto al espíritu de la tradición, y entonces, el corazón experimenta dureza, distorsión, tiranía, aislamiento, miedo y desintegración.
La misma expansión o contracción enfrentan quienes, sin acercarse a una tradición, orientan su espiritualidad a través de un conjunto de valores éticos, universales y humanitarios que aprecian, respetan y quieren ver crecer en sí mismos. Muchos grandes servidores y servidoras de la humanidad desplegaron su espiritualidad a través de este particular camino.
En todo caso, la necesidad de congruencia es tan profunda, que solemos sentir desaliento cuando nuestra vida deja de reflejarla. En ocasiones, a pesar de nuestro compromiso con un camino espiritual y con todo y la fuerza que se deriva de él, vemos que aquello que más apreciamos y anhelamos, eso que quisiéramos ver aparecer en nuestro mundo interior, no encuentra lugar suficiente en el corazón para crecer en libertad y dar frutos. La paz, la alegría, el equilibrio, la tolerancia, la generosidad, el silencio interno se nos escapan, nos eluden. Algo parece proyectarse desde los espacios oscuros, desde los asuntos que evitamos confrontar, apartándonos del balance y la armonía que anhelamos. Esa proyección que nos mantiene de alguna manera desconectados del aquí y el ahora, suele tener que ver con vínculos no resueltos, con desórdenes en ellos, con querer proteger un amor ciego o estar implicados en el destino de alguien que quizás ni siquiera conocimos. Así, lo que es parte del estar en la vida, en la tierra, que no ha sido valorado, sanado, agradecido o reunido se levanta como un velo frente a nosotros.
Como Bert Hellinger apunta, aquello que no se ha ordenado, reconocido o integrado a nivel de los vínculos fundamentales suele afectar no sólo las relaciones con las demás personas, sino también la relación que establecemos con lo divino o lo sagrado. Incluso la manera de colocarnos ante la vida y la muerte resonará en concordancia con el estado de esos vínculos.
El camino que recorre el corazón para alcanzar la armonía y el equilibrio entre nuestro anhelo espiritual y nuestra actividad en el mundo, pasa en buena medida por el asentimiento. Por afirmar y aceptar nuestra historia y la historia de nuestra familia. Por decir sí a nuestros límites, a las carencias lo mismo que a la abundancia. A la vida tal y como es. Esta afirmación tiene el poder de reunir lo que ha estado separado. Nos conduce siempre a un ámbito más grande e inclusivo. Nos madura. Nos hace humildes y agradecidos. Nos dirige hacia una espiritualidad tierna y comprometida con lo humano. Hacia una práctica que implique crecientes grados de responsabilidad y libertad.
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