viernes, 27 de mayo de 2011

La comunicación sin violencia, un arte que embellece la vida

 
Por la Terapeuta María Ángela González Oliveira

La necesidad de conectar, de comunicarnos, está en el fundamento de nuestra naturaleza. Nacemos, sobrevivimos y crecemos en interconexión, en interdependencia con todos y todo. Formando parte de una vasta y hermosa red de vínculos y relaciones que nos ofrecen protección, cobijo, soporte, conocimiento. Se trata de una red que no está limitada por nuestra noción o experiencia del “dentro” y el “fuera”, por eso, a través de sus fibras y venas la vida y el amor corren en todas direcciones.

Siendo esta red tan fundamental y decisiva, nos parece muy natural que en ella encontremos alegría, plenitud, realización, éxito, nutrición. Sin embargo, nos cuesta algo de trabajo ver con igual naturalidad que sea también el lugar en que el crecimiento nos exige más vigorosamente. Donde se nos presentan conflictos muy dolorosos, donde el amor se nos anuda y pareciera que a veces llegara a congelarse y dejara de fluir.

Buena parte de las dificultades en la relación con nosotros mismos, con la familia, con la pareja, con los hijos e incluso en nuestro trabajo, pueden encontrar alivio o recrudecerse dependiendo de cómo escogemos interpretar lo que vivimos, lo que escuchamos, lo que las personas hacen, y la manera en que luego comunicamos nuestro sentir o pensar. Las palabras que pronunciamos pueden surgir conectadas profundamente con lo que está vivo y pulsando en el interior, dando un lugar a las necesidades que tenemos, a nuestros sentimientos —sea de enojo, dolor, gratitud, alegría, etc. Y pueden también dar voz a nociones aprendidas que ni siquiera hemos escogido o a prejuicios o a viejas heridas e imágenes.

Cuando nuestras palabras y nuestra escucha no son libres, cuando están sutil o evidentemente encadenadas al miedo, a la ira, a la culpa, a la vergüenza, al deseo de prevalecer, dominar o manipular, vemos seriamente impedido nuestro camino hacia la plenitud, la madurez y la felicidad en nuestras relaciones. No sólo nos aislamos y desconectamos de las personas y del amor que sentimos por ellas, también nos perdemos de nosotros mismos. De nuestra creatividad y confianza interior, de la claridad y eficacia que podemos ejercer, de la natural capacidad que tenemos para la empatía, del sentido de solidaridad, de la sabiduría que acompaña cada vivencia —tanto las que despiertan dolor como goce—, de la gratitud de sabernos interconectados, de nuestra potencial de disfrute y colaboración, de la realización de esa particular plenitud que descansa en la satisfacción conjunta. Y sobre todo, perdemos el arraigo al presente, a lo que la vida nos ofrece siempre de forma renovada y única.

Este extrañamiento de nuestra naturaleza verdadera nos desconecta de lo que es más profundo y real en nosotros, y es por eso el origen de cualquier acto de violencia. Desde los más sutiles, como los que ejercemos cuando nos juzgamos en silencio, con dureza o crueldad. Hasta la violencia expresada como indiferencia, insulto, incomprensión, o como daño a la vida.

Sin embargo, no estamos condenados ni obligados al confinamiento. Crecer y madurar implica precisamente dejar atrás lo que es irreal en nosotros, los aprendizajes e interpretaciones que no sirven a la vida y encontrar el centro en que la vida permanece moviéndose y nos lleva siempre hacia un territorio más amplio, más vasto, más amoroso.

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